La nueva oportunidad del imperialismo alemán

La Primera Guerra Mundial provocó la caída de tres imperios, tres regímenes anacrónicos que no soportaron el desgaste causado por la guerra. En Rusia, el zar Nicolás II, pese al aviso de 1905, creyó en la lealtad incondicional de su pueblo y lo lanzó a una guerra con la idea de que el sentimiento patriótico (confundido con la fidelidad a su persona) se impondría sin problemas sobre los ideales revolucionarios, ya muy extendidos entre la clase obrera. En Austria-Hungría, el emperador Francisco José tampoco vio en la guerra un peligro, sino una oportunidad para fortalecer la cohesión de su imperio multiétnico. La aparición del enemigo exterior suele funcionar como elemento unificador, y también él creyó que eso bastaría para imponerse a las fuerzas disgregadoras.

En Alemania la situación era distinta. El nacionalismo alemán tenía una gran fuerza en 1914. La victoria en la guerra franco-prusiana y el nacimiento del II Reich convirtió a Alemania en una de las grandes potencias europeas, algo que no se vio reflejado en el reparto colonial ni en las relaciones con las potencias tradicionales, Inglaterra y Francia, que miraban con desconfianza al nuevo imperio, a la vez que éste miraba hacia ellas con un sentimiento de superioridad proveniente de sus éxitos ininterrumpidos desde hacía medio siglo. Esta fuerza del nacionalismo alemán hizo que el país sobreviviese al final del imperio y a la derrota con pérdidas territoriales relativamente pequeñas. Para los otros dos imperios se impuso la doctrina del derecho de los pueblos a su autodeterminación, compartida curiosamente por Lenin y por el presidente de los EEUU Woodrow Wilson. Una doctrina que por cierto no parecía valer para los imperios coloniales de las potencias vencedoras, aunque otras consecuencias de la guerra fueron la independencia de Irlanda o el surgimiento de movimientos nacionalistas en las colonias, sobre todo en Asia y los países árabes.

En Rusia, tras la Revolución de Octubre, el gobierno estaba en manos de los bolcheviques, pero con una difícil situación interna. Sus enemigos tenían el control de la mayor parte del país, mientras que otros pueblos que habían estado sometidos al imperio zarista aprovechaban el caos para conseguir la libertad. A raíz de la revolución los países bálticos habían creado consejos nacionales que habían proclamado la independencia, con la protección de Alemania, que entonces ocupaba la región. Igual hizo Finlandia. Mientras, en Ucrania y el Cáucaso la revolución no triunfó, y se formaron gobiernos independientes de Moscú. La Polonia independiente había renacido en noviembre de 1916, en una maniobra política de Alemania y Austria, con la intención de crear un estado tampón enfrentado a Rusia. Así que la URSS se vio obligada, por el Tratado de Brest Litovsk, a reconocer la independencia de Finlandia, Ucrania, Polonia y los países bálticos, para poder emplear sus fuerzas en el frente interno. Para Alemania fue una gran victoria política, sus políticos celebraron el tratado como uno de los mayores triunfos de la historia del país. Se esperaba que en los países bálticos las influyentes minorías germanas fuesen usadas para que éstos cayesen en la órbita del Reich, o incluso fuesen incorporados a él. La derrota en la guerra lo impidió.

En octubre de 1918 la guerra estaba perdida para los imperios centrales, los aliados avanzaban en Bélgica, los Balcanes y Oriente Próximo. Alemania, Austria-Hungría y el Imperio Turco (otro imperio que cayó víctima de la guerra, aunque su descomposición fue más causa que consecuencia del conflicto) solicitaron conjuntamente el armisticio, con una propuesta basada en los catorce puntos del plan de paz que Wilson había presentado ante el Congreso de los EEUU en enero. Pero Wilson se mostró contrario a toda negociación. Ante el derrumbe militar y la crisis política, el emperador austro-húngaro Carlos I, sucesor de Francisco José, promulgó el Manifiesto de los pueblos, y pidió a todos los países del imperio que formaran comités nacionales. El comité nacional checo fue el primero en proclamar la república. Lo siguió el parlamento austriaco proclamando también la república y la unión con Alemania. Hungría anunció la ruptura con Viena, mientras que el comité nacional esloveno, croata y serbio proclamó la independencia, y Serbia consiguió su pretensión de unificar a todos los pueblos yugoslavos, a excepción de Albania.

En Alemania abdicó el Kaiser y se firmó el armisticio con los aliados. Alemania perdió más tarde territorios en favor de Francia, Polonia y Dinamarca, y todas sus colonias, pero el imperialismo alemán no desapareció. El nacionalismo alemán miraba hacia el oeste con ganas de revancha, de vengar las humillantes condiciones que impusieron los vencedores, la pérdida de territorios y las enormes reparaciones económicas. Pero al mismo tiempo podía mirar hacia el este y ver una oportunidad para resurgir. En las fronteras orientales ya no había ninguna potencia que pudiera hacerles sombra. De los imperios zarista y austro-húngaro había surgido una serie de estados pequeños o medianos, con minorías alemanas en algunos casos muy importantes, que se convirtieron en el objetivo del imperialismo alemán renacido (en realidad nunca murió, porque nunca aceptó la derrota).

Aunque en realidad sí que tenían una nación poderosa al este: la URSS. En los años 20 y 30 la URSS no era todavía una potencia, pero iba camino de serlo, ante la mirada despectiva de los políticos y estrategas alemanes. La guerra civil, la derrota en la guerra ruso-polaca, los periodos de hambrunas, los conflictos políticos internos, pero sobre todo el desprecio de las clases conservadoras alemanas por el comunismo y su convicción de que el sistema soviético sería incapaz de crear un estado poderoso económica, industrial o militarmente, provocarían el gran fallo de cálculo de este imperialismo alemán. Una vez que empezase la expansión hacia el este, y tras asegurar las fronteras occidentales, el nuevo Reich podría llegar fácilmente hasta los Urales y más allá. Cuando Hitler hablaba de la expansión hacia el este, la presentaba como el destino de la raza alemana, marcado por los Caballeros Teutónicos hacía siglos, pero detrás de esa retórica mitológica estaba el convencimiento de los nacionalistas alemanes de que la caída de los imperios zarista y austro-húngaro había dejado un vacío que el nuevo imperio alemán podría ocupar fácilmente en cuanto renaciese.

La política agresiva y expansionista del III Reich tenía su origen en el orgullo herido y la que se consideró necesidad nacional de corregir las injusticias de Tratado de Versalles, pero también en la confianza en las posibilidades de resurgimiento imperial que se abrieron como resultado de los cambios políticos que provocó la Gran Guerra.

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