Los locos de Wingate

Como comenté anteriormente, la propaganda británica convirtió a Wingate y sus Chindits en héroes. Era una historia de personajes pintorescos en un escenario exótico, una forma de hacer la guerra novedosa y arriesgada que supuestamente había logrado una gran victoria y prometía más para el futuro.

El siguiente texto es un ejemplo de ello. Tengo el número de enero de 1944 de la edición en español de Selecciones del Reader's Digest, en el que hay un artículo dedicado a Wingate y los Chindits, que narra su primera incursión en Birmania (Wingate moriría poco después de la publicación de este artículo, en el mes de marzo, cuando se había convertido en uno de los militares británicos más populares). Tiene un estilo algo ingenuo, además de un cierto tono racista, y varias de las situaciones y personajes descritos son poco creíbles. De todas formas me parece un documento interesante. Os recuerdo que fue escrito hace 66 años, en plena guerra, y las exageraciones e inexactitudes que podáis encontrar le dan más valor al texto, ya que, además de contarnos la historia de los Chindits, también nos muestra cómo se adornaba para crear un mito y fabricar unos héroes.


Los locos de Wingate


Audaz incursión de un caudillo en Birmania

Hace algunos meses, ocho columnas inglesas, mandadas por el general de brigada Charles Orde Wingate, de treinta y nueve años de edad, marcharon secretamente de la India a Birmania, atravesando las líneas japonesas, y sembrando por más de tres meses la confusión y el pánico entre los alarmados nipones. Movíanse éstos con frenética agitación de acá para allá, como las abejas de un panal desbaratado, buscando y persiguiendo a los atrevidos irruptores, pero nunca pudieron atraparlos ni alcanzarlos. Las guerrillas de Wingate barrían las avanzadas japonesas, volaban parques, puentes y ferrocarriles y destruían aeródromos y carreteras.

Los Chindits (nombre que Wingate dio a sus soldados, tomándolo del de los dragones que guardan los templos de Birmania) penetraron cerca de 500 kilómetros en el territorio ocupado por los japoneses, y efectuaron una heroica retirada a la India. Las bajas que tuvieron no alcanzaron ni aun al mínimo que los jefes más optimistas habían calculado.

Aquella expedición es sin duda uno de los episodios más novelescos de la guerra actual. He aquí sus resultados: alivió a los chinos de parte de la presión que sobre ellos ejercían las fuerzas japonesas; obtuvo valiosos datos que la RAF aprovechó para varias irrupciones devastadoras; estorbó el avance de los japoneses, y, probablemente, hasta impidió la invasión de la India. Sirvió, sobre todo, de ejemplo de la táctica que debe adoptarse para la reconquista de Birmania y de la preparación que ha de darse a las tropas que tomen parte en ella. Los gurkas, birmanos e ingleses que componían esa expedición demostraron que los japoneses no eran ya amos invencibles ni irresistibles de la selva.

El regimiento inglés de los Chindits de Wingate lo formaban tropas de segunda línea, compuestas, en su mayoría, de hombres casados, de veintiocho a treinta y cinco años de edad, reclutados en el norte de Inglaterra. "Tendrán ustedes que volverse unos Tarzanes", les dijo Wingate a estos soldados, y los tuvo seis meses enteros en las selvas de la India, ejercitándolos, bajo una temperatura abrasadora, en el paso de ríos, en la infiltración de las líneas enemigas, en largas machas con equipo pesado. Así sacó de ellos tropas de asalto bien instruídas, resueltas, capaces de sobrellevar la mayores fatigas. De lo riguroso de tal programa, podrá juzgarse por lo que decía un soldado al volver de la incursión: "Comparada con los meses de instrucción, toda la campaña fue tortas y pan pintado":

A los oficiales los sometió igualmente Wingate a un interminable curso de aplicación, en el cual les tocaba resolver problemas, no en el mapa, sino en el terreno. Andando el tiempo, estos oficiales tuvieron la satisfacción de ver que ninguna de las situaciones tácticas que se les presentaron en Birmania los cogía de sorpresa, pues todas correspondían a alguna de las que se habían ejercitado en resolver prácticamente.

El Mariscal Wavell pasó revista a los Chindits cuando estaban a punto de partir de la India. Les rindió el significativo homenaje de saludarlos antes de que ellos lo saludaran a él. Bien sabía, como lo sabía todo el mundo, que, a cuantos cayesen heridos o enfermos habría que abandonarlos probablemente en poder de los japoneses.

El paso del río Chindwin, de 800 metros de ancho, límite entre las tierras ocupadas por los nipones y las ocupadas por los ingleses, fue el primer tropiezo serio de la expedición. Las tropas enviadas a reconocer las inmediaciones volvieron con la noticia de que no había ni rastro de japoneses en varias leguas a la redonda. El material de campaña pesado se pasó en champanes, botes de caucho y canoas. Jefes, oficiales y soldados se desnudaron y pasaron a nado. El cruce duró toda una noche, todo un día y la mitad de la noche siguiente. Wingate tiró su casco y su ropa al interior de la última canoa, y se arrojó a la impetuosa corriente.

Los Chindits atravesaron densas selvas, treparon a altas cuchillas por cuestas escabrosas, bordearon precipicios, bajaron a valles profundos cubiertos de yerba que los tapaba. Hallaron esqueletos que jalonaban el camino por donde las tropas de las Naciones Unidas se habían retirado el verano anterior.

Wingate evitaba las trochas conocidas. Prefería casi siempre abrirse su propio camino a través de la espesura. A veces hacía veredas falsas para engañar al enemigo; pero su regla general era avanzar con la mayor rapidez posible. Las patrullas japonesas andaban a menudo tan cerca, que sus soldados se daban de manos a boca con las avanzadas de Wingate, en medio del bosque. El tiroteo era caso continuo. Los Chindits dieron muerte a más de 1.000 japoneses. El grueso de las fuerzas japonesas no pudo alcanzarlos nunca.

Con frecuencia los Chindits recorrían 48 kilómetros en un día con la temperatura a 40 grados centígrados. Wingate, siempre alerta, no permitía que se desperdiciara ni un solo instante. Prohibió a los soldados afeitarse, para que no perdiesen diez minutos de sueño. Sostenía que el mejor modo de conservar la salud era estar siempre en marcha. Y quizá tuviera razón, pues muy contados fueron los casos de malaria que hubo.

A la cabeza de cada columna iba una jauría de perros, enseñados a olfatear el rastro de los japoneses. Las ocho columnas se mantenían en comunicación constante entre sí por medio de la radio, palomas y perros mensajeros, y reclamos simulados de pájaros. En elefantes montados por cornacs birmanos, iban los obuses, los antiaéreos, los botes plegadizos y los aparatos de telegrafía sin hilos. Venían luego los caballos y los soldados, después las mulas. Finalmente, en la retaguardia, carros cargados de ametralladoras, fusiles ametralladores y ordinarios, granadas y municiones, tirados por bueyes. Cada columna tenía como 1.600 metros de largo. "Esto se parece al arca de Noé", decía uno de los soldados al ver trepar por una cuesta la larga fila de hombres y bestias. En los bosques, el ruido de la marcha no se oía a 200 metros de distancia, pues la espesura amortiguaba los ruidos.

Los Chindits llevaban zapatos de deporte con suela de caucho, sombrero alón australiano, una tela de mosquitero por cabeza y nuca, y machete al cinto. Cada uno de ellos entró en Birmania con una ración de paracaidista para seis días en la mochila. Los aeroplanos continuaron abasteciéndolos desde el aire. Recibieron durante la jornada un total de 225 toneladas métricas de provisiones.

Con cada columna iba un oficial de la RAF, para escoger los lugares donde se debían dejar caer los víveres y otros abastecimientos. Elegía, por lo común, arrozales, cauces secos de ríos, claros de yerba y malezas pisoteadas por los animales. Por medio de comunicaciones en clave se avisaba a la base aérea de Asam cuándo y a dónde debía enviar los suministros. El humo de grandes fogatas guiaba a los aviadores durante el día; señales luminosas durante la noche. Los enormes aviones descendían hasta 45 metros del suelo a arrojar sus cargamentos de armas, municiones, dinamita y latas de carne, galletas, dátiles, pasas, té, azúcar, sal y tabletas de vitamina C. La única rotura que hubo que lamentar fue la de una botella de ron.

La RAF ponía heroico empeño en suministrar a los expedicionarios cuanto pedían. Hubo quien pidió una biografía de Bernard Shaw; otro, una botella de whiskey irlandés para celebrar el día de San Patricio; un tercero, un monóculo; un cuarto, una dentadura postiza y un faldellín escocés. Dos radiotelegrafistas fueron por avión a reemplazar a dos de sus compañeros que enfermaron. Uno de los oficiales, a quien los japoneses tenían rodeado, hizo que la RAF le enviara un testamento ya redactado para firmarlo. El principal restaurante de Calcuta trabajó toda una noche preparando 180 kilos de chocolate que pidieron los Chindits, y que los aviones les arrojaron al día siguiente en Birmania, después de volar más de 1.100 kilómetros.

Un grupo de Chindits llegó en cierta ocasión al vivac de unas fuerzas japonesas que habían salido por la mañana. Los Chindits no encontraron sino a los cocineros birmanos, que estaban muy atareados preparando la comida. Los hombres de Wingate comieron hasta hartarse, muy obsequiosamente servidos por los guisanderos birmanos, y lo que no comieron, se lo llevaron.

La expedición había penetrado hasta 190 kilómetros de la carretera de Birmania cuando recibió órdenes de regresar. Al llegar en su contramarcha al río Irauaddi, en una noche fría de luna, los japoneses, apostados en la orilla opuesta, empezaron a hacer nutrido fuego de obuses y ametralladoras. Wingate hubiera podido forzar el paso del río y desalojar al enemigo; pero a costa de muchas vidas. De pie en la orilla del río, examinando la situación serena y perspicazmente, con su luenga y tupida barba y una frazada que le caía en los hombros como un manto, hacía pensar en los profetas de antaño. Con la rapidez de la intuición vio al punto lo que más convenía hacer. Ordenó a los Chindits que se dispersaran en grupos de unos 40 hombres y se internaran en los bosques por diversas partes, a fin de desconcertar al enemigo, y y que luego descendiesen a la orilla y fuesen cruzando a hurtadillas por diferentes puntos. A las 48 horas, todos habían cruzado. Enterraron los aparatos de radio, destruyeromn todo el equipo pesado que llevaban y emprendieron la marcha de cerca de 500 kilómetros que debían hacer para regresar a la India.

Sin radio, ya no podían recibir abastecimientos por avión, pues los aviadores no sabían a dónde llevarlos. Los Chindits se comieron primero los bueyes y las mulas, y luego siguieron viviendo de arroz, culebras, buitres, hojas, raíces y sopa de yerba. Perseguidos sin cesar por los japoneses, tenían que desviarse de los pocos manantiales que había, y a veces pasaban varios días sin más agua que uno que otro trago sacado de canutos de bambú. Sabiendo que la seguridad de la expedición dependía de la rapidez de la marcha, Wingate forzaba a su gente a avanzar casi sin tregua.

Después de la aventura, dieron afectuosamente a los Chindits los nombres de "El Circo de Wingate", "Los Locos de Wingate", "La Chusma de Wingate". Los jefes y oficiales eran tipos curiosos, casi todos sujetos recios y atrevidos, avezados al servicio de "comando". Mike Calvert, llamado "El Loco Mike" y "Mike Dinamita", es perito en minas de trampa y en la demolición de edificios viejos; artista en cuyos ojos brilla la inspiración cuando habla de dinamita y pólvora. Aún no ha cumplido treinta años, y casi no hay teatro de la guerra en que no haya servido detrás del frente enemigo.

El mayor Bernard Ferguson, que jamás se quita el monóculo, abandonó su descansada plaza en la plana mayor de un regimiento de escoceses para ir a tirarle de las orejas al Mikado. "Me he pasado la vida soñando con volar puentes", decía jubiloso al ver dispararse por los aires los fragmentos del de la cañada de Bonchaung. Para leer en el monte, Ferguson llevó consigo una de las novelas de Trollope. "Nos fumamos todas las 600 páginas", decía, "pues, aunque teníamos picadura en abundancia, se nos acabó el papel de cigarrillos".

Al teniente Geoffrey Lockett, que había sido comerciante de vinos en Liverpool, lo llamaban "la maravilla desdentada del faldellín". Sin dientes y con la barba hasta la cintura (diz que para asustar a los japoneses), se empecinó en hacer toda la campaña sin quitarse sus enagüillas escocesas.

Uno de los voluntarios de la expedición era el norteamericano James Gibson, teniente de aviación, a quien sus compañeros pusieron el apodo de "Carolina". "Estoy cansado", decía, "de matar japoneses al vuelo. Quiero ver la cara que ponen esos malvados enanos cuando les entran las balas".

En el abigarrado personal de Wingate figuraban un príncipe birmano; un ex historiador de Oxford; el teniente William Edge, muy versado en la preparación de bistecs de búfalo; y el sargento escocés de comandos Robert Blain, que, cuando la situación se ponía muy negra, decía filosóficamente: "Como dice mi abuelita, ëstas son cosas que el cielo nos manda para probarnos".

Cuando Wingate regresó, le dieron en la India el apodo, o título, de "Lawrence de Birmania". Sus fabulosas hazañas de guerrillero ya le habían valido los de Lawrence de Judea" y "Lawrence de Etiopía". En Inglaterra la gente lo llama hoy a secas "El nuevo Lawrence". Y hasta da la casualidad de que Wingate es pariente del famoso "Lawrence de Arabia". Parece que el ejército inglés tiene la virtud de producir uno de estos excéntricos genios militares en cada generación: Clive de la India, Gordon "el Chino", Lawrence de Arabia.

Wingate es general "de Biblia y espada", de fe profunda en la eficacia de la oración, místico de la escuela de los yoguis, y soldado aguerrido que se complace en pelear por pelear. Siempre principia el día con una oración. A menudo emplea como cifra palabras y frases bíblicas. La espada, la Biblia y la adaptabilidad a la vida de los pueblos más extraños parecen ser atributos congénitos de la índole y la mentalidad de Wingate. Su padre sirvió treinta y dos años en el Ejército inglés de la India, y cuando se retiró del servicio fundó una misión entre los patanos. La madre de Wingate era profundamente religiosa y lo educó con puritana rigidez.

Wingate tiene la cara angulosa y descarnada del intelectual, ojos gargos penetrantes, nariz delgada huesuda, boca austera, mentón saliente y pelo rubio que empieza a encanecer. En Birmania llevaba camisa andrajosa de monte, pantalón de pana burda y un casco pasado de moda que parecía un tarro encasquetado en la cabeza. Profesa la teoría de que el ser humano es capaz de almacenar energía como el camello acumula agua de reserva. En campaña, marcha semanas enteras sin dormir más que unas pocas horas por día. Ahora, eso sí, cuando la campaña termina, se pasa días seguidos durmiendo, o abstraído en extática contemplación. Una de sus manías es la conservación de la robustez del cuerpo. No fuma. En las marchas, se le ve a menudo mascando cebollas crudas, pues cree firmemente que tienen grandes virtudes preservativas de la salud. Todas las noches se frota la espalda con un cepillo de caucho.

En un profesional de las armas como Wingate, sorprende ver la variedad de asuntos en que se interesa. Por la mañana se le oye tararear canciones árabes. Tiene pasión por la música, y se pasa horas enteras escuchando sinfonías fonográficas tendido en el suelo. Sus gustos literarios van desde Shakespeare hasta las tiras cómicas de los periódicos dominicales, aunque prefiere la lectura seria.

Conoció a su bella esposa en el Mediterráneo, a bordo de un vapor. Ella tenía quince años; él, treinta. "Vino derecho hacia mí", dice Wingate, "y me dijo sin empacho: Usted es el hombre con quien me voy a casar. Como estábamos de acuerdo no hubo discusión. Aquello fue como la ejecución de un doble y mancomunado plan de campaña".

Wingate habla como una enciclopedia. Entre los jefes y oficiales discurre sobre los ascetas yoguis de la INdia, los hábitos sociales de la hiena, la conducta de una mosca tapada con un dedal, los cuadros de los pintores del siglo XVIII, o el mejor modo de ganar la guerra. En Etiopía sorprendió una vez a un grupo de oficiales con una verdadera conferencia sobre la caza de hienas con pistola en noches de luna.

Wingate no respeta títulos ni categorías militares. Su indiscreción no tiene límites. Sin temor y sin ambajes sermonea a sus superiores cuando cree que han cometido equivocaciones. Quizá sea el único jefe inglés de los tiempos modernos que se haya valido de la antigua prerrogativa de presentar por escrito al rey quejas acerca de jefes de mayor graduación. Sus ideas anárquicas han despertado la ira de muchos militares encopetados, que lo miran de reojo y aun lo creen un poco desequilibrado. "Pues, hombre", le decía él a un amigo, "yo no estoy tan loco como la gente se figura".

En 1938 se le otorgó en Palestina la condecoración de la Orden de Servicios Distinguidos (a la cual ha agregado ya dos galones), por haber mandado los destacamentos que exterminaron las cuadrillas de terroristas árabes a sueldo del Eje. En Etiopía se granjeó la admiración y el apoyo de las tribus con una serie de irrupciones atrevidas en territorios ocupados por fuerzas italianas muy superiores a las suyas.

Es uno de los pocos blancos que en esta guerra han logrado cautivar el ánimo de los naturales de tierras de mentalidad primitiva. Lleva siempre consigo un multígrafo, un altavoz y un grupo de hábiles propagandistas nativos. En todos los pueblos de Birmania y Etiopía se detenía siempre lo suficiente para repartir hojas volantes y perifonear una proclama en lenguaje tan sencillo como pintoresco. "Los hombres misteriosos que han venido a visitaros", decía a los birmanos, "pueden llamar en su auxilio, de regiones remotas, grandes e incomprensibles poderes aéreos, y os libertarán de los feroces y ceñudos japoneses". Los birmanos le dieron reverentemente el título de "Señor Protector de las Pagodas". De buena gana guiaron a los Chindits por trochas secretas, y ni una palabra dijeron a los japoneses acerca de la expedición. Sin esta valiosa ayuda, es probable que el enemigo hubiera descubierto y aniquilado a los irruptores.

La campaña de Etiopía fue desde el principio hasta el fin una "función" típica del "género dramático" Wingate: una sucesión de acometidas temerarias, fanfarronadas, sorpresas y triunfos. Con sólo 800 ascaris etíopes y sudaneses, tomó por asalto varias fortificaciones italianas en una serie de ataques impetuosos. Uniéronsele algunos núcleos de las fuerzas auxiliares de Etiopía, compuestos de negros puros, a los cuales Wingate dio el calificativo de "patriotas". Esta miniatura de ejército causó a los italianos como 40.000 bajas, entre muertos y prisioneros. En mayo de 1941 entró Wingate a Addis Abeba, en un hermoso caballo blanco, al lado de Haile Selassie.

Las hazañas de Wingate en Etiopía causaron tan buena impresión en el mariscal Wavell, que éste lo llamó a la India en el otoño de 1942, lo ascendió a general de brigada, y le dio plena autoridad para que organizara un cuerpo de asalto destinado a formar la vanguardia del ejército inglés en la reconquista de Birmania.

"Los japoneses", dice Wingate, "no son superhombres, ni mucho menos. Sus planes y operaciones militares no manifiestan ser fruto de inteligencias superiores. La guerra en la selva exige grande ingeniosidad y gran resistencia. El japonés tiene la resistencia suficiente, pero le falta ingeniosidad. Cuando se encuentra en presencia de un problema nuevo, rara vez sabe qué hacer. Nosotros hemos demostrado que podemos vencerlo en su propio terreno".

Selecciones del Reader's Digest. Enero 1944


La primera afirmación falsa que se encuentra en el texto es cuando se dice que el número de bajas de los Chindits fue inferior a las previsiones más optimistas. Teniendo en cuenta que un tercio de los Chindits no regresó de la misión, y que menos de la quinta parte regresaron en condiciones de volver a combatir, no me imagino cómo serían esas previsiones optimistas, y no digamos las pesimistas.

No me consta que los Chindits utilizasen alguna vez elefantes. Me imagino que es una licencia del autor para darle un poco más de exotismo a la historia. Los Chindits comenzaron la misión con unas 500 mulas como animales de carga. Además, esos obuses y antiaéreos que transportaban los elefantes tampoco existieron. Las armas más pesadas que llevaba cada una de las columnas eran morteros de 3'' y ametralladoras Bren.

Las exageraciones más llamativas del artículo, para mí, están cuando se habla del aprovisionamiento por aire. Me resulta muy difícil de creer que la RAF (el aprovisionamiento también corría a cargo de la aviación estadounidense, algo que no se menciona en el artículo) estuviera dispuesta a satisfacer el más mínimo capricho de los Chindits, desde un libro en concreto hasta una falda escocesa, o que les transportasen postres cocinados a la carta en los restaurantes de Calcuta. Y qué decir de la afirmación de que la única pérdida que hubo que lamentar en toda esa operación de abastecimiento fue la rotura de una botella de ron...

En la descripción de Wingate probablemente el autor no tuvo que exagerar mucho, porque era un hombre realmente pintoresco. Tenía unas ideas muy curiosas sobre la salud y los hábitos higiénicos. Era enemigo acérrimo del baño, y es cierto que prohibió a sus hombre que se afeitasen. Tenía un carácter difícil, y era insubordinado por naturaleza, lo que en el artículo sirve para resaltar su espíritu libre y aventurero, pero que provocó graves problemas de coordinación con otras unidades del ejército británico y con sus mandos en la India.

chindits

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