El sacrificio de Sakio Komatsu

En junio de 1944 las fuerzas del almirante Nimitz iniciaron la campaña de las Marianas con una serie de ataques aéreos a las bases japonesas en el archipiélago y un desembarco en la isla de Saipan. Aunque los japoneses esperaban el ataque más al sur, en las Carolinas, la ofensiva norteamericana no les pilló de sorpresa. En Tawi-Tawi, al sur de las Filipinas, una poderosa flota llevaba semanas preparándose para ese momento. Los estrategas de la Marina Imperial esperaban el ataque de la US Navy para salir a su encuentro y obligarla (una vez más) a entablar la batalla decisiva. Para ello habían reunido en Tawi-Tawi una gran fuerza de ataque bautizada como 1ª Flota Móvil, dividida para la batalla en tres grupos operativos. El más poderoso de ellos era la Fuerza A, al mando del vicealmirante Jisaburo Ozawa, que contaba con los tres mayores portaaviones japoneses: el Zuikaku, el Shokaku y el flamante Taihō, que con solo tres meses de servicio era el portaaviones más moderno de la Marina Imperial.

Al alba del 19 de junio de 1944 la Task Force 58 (la fuerza naval encargada de la protección de la flota de desembarco en Saipan) fue localizada por un avión de reconocimiento japonés. Al conocer la posición de las unidades navales enemigas, el almirante Ozawa ordenó un ataque con la aviación embarcada en los portaaviones de la Fuerza A. Después del despegue de una primera oleada de ataque, hacia las 9 de la mañana comenzaron a alinearse en la cubierta del Taihō los aviones que iban a participar en la segunda oleada. Uno tras otro fueron despegando, en primer lugar dieciséis cazas Mitsubishi A6M5 Reisen, a continuación diecisiete torpederos Nakajima B6N2 Tenzan, y por último nueve bombarderos en picado Yokosuka D4Y1 Suisei. El segundo Suisei en despegar, inmediatamente después del líder de la formación, estaba tripulado por el piloto Sakio Komatsu y el artillero Mannkichi Kunitsugu.

Mientras duraban las operaciones de despegue, el portaaviones tenía que encarar el viento y mantener el rumbo, convirtiéndose temporalmente en un blanco fácil para cualquier submarino enemigo que estuviese acechando. Y eso fue precisamente lo que ocurrió. El Albacore, un sumergible estadounidense de la clase Gato, había descubierto la fuerza de portaaviones japonesa y se había aproximado hasta una distancia de 2,5 millas del Taihō. En ese momento su comandante, el capitán de corbeta J.W. Blanchard, ordenó el lanzamiento de una salva completa de seis torpedos contra el buque.

Mientras tanto, el alférez Komatsu había completado su ascenso en espiral y esperaba a que despegase el resto de la fuerza de ataque volando en círculos en torno al área de reagrupamiento, a estribor del Taihō. Al bajar la vista divisó las estelas de los torpedos avanzando en su dirección y dirigiéndose directamente contra el portaaviones. Sin tiempo para pensar, actuando instintivamente, Komatsu se lanzó en picado con su Suisei, tratando de interponerse entre los torpedos y el casco de su buque. El avión se estrelló en el mar justo delante del primero de los torpedos, que estalló al chocar contra los restos del aparato. La maniobra de Komatsu y la explosión llamaron la atención de muchos de los tripulantes del portaaviones. Cuatro de los torpedos restantes fallaron el blanco, pero el Taihō no pudo esquivar el quinto, que impactó contra el buque en la banda de estribor, cerca de la proa. A consecuencia de la explosión, el ascensor de proa (uno de los usados para elevar los aviones desde los hangares hasta la cubierta de vuelo) quedó inutilizado. Aparte de eso los daños no parecían graves. El portaaviones siguió navegando con normalidad, la brecha en el casco fue reparada y las operaciones de despegue pudieron reanudarse apenas media hora después del impacto.

Tres destructores japoneses iniciaron inmediatamente la caza del Albacore. Los norteamericanos escucharon la explosión del torpedo que había alcanzado al portaaviones (solo uno de los seis que habían disparado). Mientras trataban de escapar de las salvas de profundidad que les lanzaban los destructores enemigos, el capitán Blanchard se lamentaba por “haber perdido una oportunidad de oro”. Estaba seguro de que el Taihō había sobrevivido al ataque.

Y así había sido, en un principio. Las operaciones en el Taihō continuaron con normalidad en las horas siguientes, a pesar de que la explosión había roto varios de los conductos que transportaban el combustible de aviación, inundando parcialmente el hueco del ascensor y llenando los hangares de gases inflamables. Algún inexperto oficial de control de daños ordenó activar a plena potencia los sistemas de ventilación con la intención de facilitar la dispersión de los gases. Pero lo que consiguió fue esparcirlos por todo el buque, multiplicando el riesgo de ignición accidental o espontánea. Finalmente, hacia las tres y media de la tarde (más de seis horas después del impacto del torpedo), una gigantesca explosión sacudió el portaaviones. El Taihō literalmente saltó por los aires y se hundió en cuestión de minutos, llevándose consigo a la mayor parte de sus 1.751 tripulantes. Solo hubo un centenar de supervivientes.

La inmolación de Sakio Komatsu no había servido para salvar a su buque. A pesar de ello, el alférez Komatsu se convirtió en un modelo a seguir por los jóvenes pilotos japoneses cuando su historia se hizo pública. Pero en realidad su heroico sacrificio no fue muy diferente del que realizaron la mayor parte de sus compañeros aquel mismo día. El enfrentamiento pasó a la historia con el nombre oficial de Batalla del Mar de Filipinas, aunque los pilotos estadounidenses lo bautizaron burlonamente como “el gran tiro al blanco de las Marianas” (The Great Marianas Turkey Shoot; "turkey shoot", literalmente "tiro al pavo", es el nombre de las casetas de tiro típicas de las ferias norteamericanas). Con aviones desfasados técnicamente y tripulaciones inexpertas, la aviación japonesa fue aniquilada por los modernos cazas de la US Navy, equipados con radar y tripulados por pilotos bien adiestrados. Al finalizar la batalla el arma aeronaval japonesa prácticamente había dejado de existir. Fue el resultado de aquella batalla el que convenció a los mandos de la Marina Imperial de la necesidad de recurrir a los ataques kamikaze como única forma de enfrentarse a la superioridad técnica y numérica del enemigo.

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