Estocadas al nazismo


Esta fotografía recoge uno de los momentos históricos de los Juegos Olímpicos de Berlín 1936. Muestra la ceremonia de entrega de medallas de la competición de esgrima femenina. Aparte de ser las mejores esgrimistas de su generación y de ser todas ellas campeonas olímpicas (las ganadoras de la plata y el bronce había sido respectivamente medallas de oro en los Juegos de Amsterdam 1928 y Los Ángeles 1932), las mujeres que ocupaban el podio tenían algo más en común: las tres eran judías (en realidad en los tres casos solo el padre era judío, o medio judío, y ninguna de ellas practicaba la religión hebrea, aunque pequeños detalles como aquellos no tenían demasiada importancia para los nazis).

En los meses anteriores a la celebración de los Juegos de Berlín, las amenazas de boicot en Estados Unidos y otros países como protesta por el trato discriminatorio que sufrían los judíos en Alemania pusieron en grave riesgo el éxito del gran escaparate propagandístico que los nazis estaban poniendo a punto. Para acallar a los críticos, el Comité Olímpico Alemán, a sugerencia de un miembro estadounidense del COI, invitó a una veintena de deportistas judíos a competir en las pruebas de selección. Los atletas recuperaron su ciudadanía y sus derechos, incluyendo a los exiliados, que pudieron regresar a su país y reintegrarse a los clubes deportivos de los que habían sido expulsados en cumplimiento de las leyes de Nuremberg. Pero las autoridades alemanas no tenían ninguna intención de dejarles representar al Reich en los Juegos de Hitler. En cuanto amainaron las protestas, todos ellos fueron apartados de las selecciones olímpicas. Solo hubo una excepción: la esgrimista Helene Mayer, la única judía entre los 470 deportistas que integraban el equipo olímpico alemán.

Helene Mayer había sido campeona olímpica de florete (en aquella época la única prueba femenina de esgrima) en los Juegos de Amsterdam, con solo 17 años. Residía en California desde 1932 y era muy popular en Estados Unidos. Su exclusión habría reavivado los movimientos a favor del boicot. Además, Mayer mostraba un patriotismo a toda prueba. Nunca se planteó sumarse voluntariamente al boicot ni dudó en participar en la mayor competición deportiva de la historia de su país. Y, por si eso fuera poco, no respondía en absoluto a la teórica imagen del judío que pregonaba el nazismo. Alta, esbelta, rubia y de ojos azules, era más bien un ejemplo inmejorable de raza aria.

En Berlín, Mayer iba a tener como rival a otra judía alemana, Ellen Müller-Preis (o Ellen Preis a secas, su nombre de soltera), una joven berlinesa de 24 años que competía por Austria, el país de su padre. Cuatro años antes, cuando la Federación Alemana de Esgrima no la incluyó entre los deportistas que iban a acudir a los Juegos de Los Ángeles (la elegida fue la propia Mayer, que defendía el oro olímpico ganado en 1928), decidió solicitar la nacionalidad austriaca. Y no le fue mal. En Los Ángeles logró para Austria la medalla de oro de florete, mientras que Mayer tuvo que conformarse con la quinta posición. Por tanto, Preis, la berlinesa residente en Viena, se presentaba a los Juegos de su ciudad natal como defensora del título de campeona olímpica.

La tercera en discordia iba a ser la húngara Ilona Elek (de soltera Ilona Schacherer), nacida en Budapest en 1907, hija de padre judío y madre católica. Con 29 años era la mayor de las tres, pero también era con mucha diferencia la que tenía menos experiencia en competición. Los de Berlín eran sus primeros Juegos Olímpicos. Sin embargo, fue ella la que finalmente resultó vencedora. En la lucha por el oro derrotó a Mayer, que se tuvo que conformar con la medalla de plata. La de bronce fue para Preis. Durante la ceremonia de entrega de medallas, cuando sonaba el himno de la ganadora y se izaban las banderas nacionales de las tres medallistas, la alemana Mayer sorprendió al mundo haciendo el saludo nazi.

Después de los Juegos, Mayer volvió a Estados Unidos. A pesar de la medalla que había ganado para su país, el gobierno alemán le retiró de nuevo la ciudadanía e ignoró sus éxitos deportivos posteriores (se proclamó campeona del mundo por tercera vez solo un año más tarde). En 1952, enferma de cáncer de mama, regresó a Alemania para pasar en su tierra natal sus últimos meses de vida. Murió en Múnich en octubre de 1953, con solo 42 años.

Preis también se vio obligada a exiliarse durante el Anschluss. Tras la derrota del Tercer Reich decidió regresar a Viena. Elek permaneció en Budapest, soportando las cada vez más duras leyes antisemitas y ocultándose en los meses finales del conflicto, cuando los alemanes derribaron el régimen de Horthy y ocuparon el país. Ambas volvieron a competir tras el paréntesis obligado por la guerra. En Londres 1948, doce años después de los Juegos de Berlín, Elek y Preis se enfrentaron de nuevo en un torneo olímpico. Repitieron medallas, con la húngara ganando el oro y la austriaca el bronce. Elek se retiró con una plata en Helsinki 1952, ya con 45 años. Preis con un séptimo puesto en Melbourne 1956, con 44.

La de Ilona Elek no fue la única victoria de un deportista judío en los Juegos Olímpicos de Berlín. También subieron a lo más alto del podio un par de integrantes de la selección húngara de waterpolo (que, por cierto, derrotó a Alemania en la final), y otro de la estadounidense de baloncesto. Y, en deportes individuales, el luchador húngaro Károly Kárpáti y el haltera austriaco Robert Fein. Pero por encima de todos ellos destacó otro esgrimista húngaro llamado Endre Kabos, que fue campeón olímpico por partida doble.

Kabos, de 29 años y nacido en Nagyvárad, la actual Oradea rumana, sí era un auténtico judío practicante. En los Juegos de Los Ángeles había ganado la medalla de bronce en sable individual y el oro por equipos, así que llegaba a Berlín como uno de los grandes favoritos. Y no defraudó, venciendo en la final individual de sable al italiano Gustavo Marzi y volviendo superar a los italianos junto a su selección en la prueba por equipos.

Durante la guerra Kabos fue internado en un campo de trabajos forzados para judíos. Mientras estuvo en cautiverio se dedicó a dar clases de esgrima a oficiales del Ejército húngaro. Su fama le permitió recibir un trato relativamente priviegiado. Su principal función era conducir una de las carretas que se utilizaban para transportar provisiones desde la capital. Murió el 4 de noviembre de 1944 en la explosión del puente Margarita. El puente, uno de los principales de Budapest, había sido minado por zapadores de la Wehrmacht con la intención de volarlo en cuanto el Ejército Rojo avanzase sobre la ciudad. A las 2 de la tarde del 4 de noviembre, cuando cientos de ciudadanos circulaban despreocupadamente sobre él, las cargas hicieron explosión por causas desconocidas. Murieron unos 600 civiles y 40 soldados alemanes.

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